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El célebre Cubano
Veni, vidi, vici
SINOPSIS
“Tienes una semana para esconderte” fueron las palabras de su padre, con ellas supo que su salida de Cuba estaba firmada y no precisamente “por la puerta grande”, como siempre quiso. A partir de entonces la vida de Jorge dará un giro de 180 grados. Además enfrentarse al destierro de la patria y la familia le tocará afrontar todo tipo de situaciones, algunas retadoras otras emocionantes, en un mundo exterior apabullante para el que la Isla en la que creció no lo preparó del todo.
Esta es la historia de un cubano fuera de Cuba, de sus luchas, sus búsquedas, sus victorias y sus respuestas.
Jorge Beltrán Mauri
Nació en La Habana, Cuba, en 1974, justo en el año del tigre. Es descendiente de una familia multicultural y profesional de la extinguida clase media de la época. Creció bajo la influencia intelectual de su madre y la formación militar de su padre. Vivió su niñez y principios de su juventud en una Cuba insólita y excepcional donde tuvo la oportunidad de cursar estudios universitarios relacionados con administración de empresas y relaciones públicas en un país que comenzaba a abrirse al mundo. Fuera de Cuba tuvo la posibilidad de incursionar en otros campos: fue marinero primer grado timonel (España 1997); buzo certificado por PADI nivel recate United States Marine Corps (Ecuador 2001) y técnico certificado en Programa de Conservación de Energía (California 2009). Ha fungido como director de relaciones públicas, contratista independiente, empresario y emprendedor. El célebre cubano es su primer libro en donde, de manera autobiográfica, Jorge comparte su visión de Cuba y su camino de crecimiento fuera de la Isla.
Y les resultará ridícula esta historia acerca de los comerciales, pero les cuento que tiene una lógica y explicación muy arraigada en la mente de los cubanos de mi época. En los meses de agosto y septiembre, cuando en el Caribe comienza la temporada de invierno y los vientos soplan de norte a sur, las frecuencias de UHF eran fáciles de captar, una frecuencia radial y de televisión de la época. Y bueno, nosotros los cubanos, titulados en ingeniería de la supervivencia extrema, creamos un tipo de antena parabólica satelital mega casera, toda una hazaña, muy avanzada para su tiempo, dado que en aquella época ni se pensaba en la señal digital y, mucho menos, en el internet. Aquella antena casera parecía más un platillo volador extraterrestre hecha con cuanto material de aluminio fuera posible servía para captar las señales de televisión proveniente de los Estados Unidos. Las antenas parabólicas más alucinantes eran las que tenían las latas de conserva de puré de tomate de latón, todas oxidadas en la punta, cual receptor ultrasecreto militar, toda una obra de arte. Eso sí, es de destacar que debía estar super bien posesionada y, sobre todo, escondida de los ojos de El Gran Hermano “Hasta la victoria siempre”. Algunos ingenieros en electrónica vendían unos dispositivos a un costo elevado que ayudaba a ampliar la señal.
Y si hablamos de la señal de Radio Martí, la única emisora rompe huevos de la dictadura y ventana de conciencia social y política del pueblo cubano por aquella época que medio podía entrar a la isla y que ni construyendo la Muralla China podía El Gran Hermano “Hasta la victoria siempre” detener su tan salvadora transmisión radial con sus múltiples programas informativos de la verdad y la democracia, nos ayudaba mucho al escuchar la voz de nuestro querido tres patines y la tremenda corte, el noticiero informativo y mucho más, que con la tecnología de estos tiempos y los múltiples valerosos cubanos influencers abogando por la libertad de Cuba a través del internet, estoy seguro que la bolita de cristal se hubiera roto muchísimo más rápido de lo esperado y el despertar de un pueblo oprimido hubiera surgido en un instante.
Todo aquellos se podía resumir en ondas radiales de libertad en medio del infierno comunista. Y qué decir de los canales americanos. ¡Oh, sí!, qué tiempos aquellos, era toda una competencia en los barrios quien captaba la mejor señal y la más nítida. Y así no entendiéramos ni papa de lo que hablaban porque todo era en inglés, lo importante eran los comerciales, lo que estaba de moda e ir corriendo al costurero y copiarlo con lo que se tenía a la mano, eso aplicaba a todas las esferas, corte de cabello, colores de moda, poses, bailes y demás. Y si por casualidad estaban transmitiendo un juego de beisbol de las grandes ligas, eso sí era gloria, o sea, te daba cierto estatus en el barrio, eras el duro, pertenecías a una clase social muy particular, todos te aplaudían y te querían, surreal. Eso sí, había que tener muchísimo cuidado, pues, como les dije anteriormente, El Gran Hermano “Hasta la victoria siempre” estaba atento y vigilante.
Por supuesto, jamás aquellos recuerdos se pudieron comparar con mis 24 horas frente al televisor de Alfonso, los ojos ya me sangraban, literalmente, ahí descubrí, por primera vez, que Superman tenía problemas con la krytonita, por no mencionar otras cosas más. Suena ridículo, pero a mis 20 años yo no sabía que Chespirito, el famoso personaje mexicano, existía, para ponértela más claro, pensándolo bien, aquella televisión fue uno de mis despertares post fuga realmente chocantes. En conclusión, yo vivía debajo de una piedra y dentro de una bola de cristal antiimperialista, anti-realidad, elaborada al detalle por El Gran Hermano “Hasta la victoria siempre” para protegernos de las maldades del mundo capitalista. Aquello era una cosa, así como las bolas de cristal de juguete que, cuando las movías con virutillas, agua y paisajes muy bonitos y hasta música aparecía para posteriormente depositarla sobre la mesita de noche antes de dormirte, bueno, así mismo vivía yo en Cuba.
Ese mismo día en la tarde Alfonso me propuso salir a conocer el nuevo mundo, qué irónico, ¿no? Bueno, es que Europa, según los más respetados libros de historia, es el viejo mundo y no al revé, a no ser que se descongele la Antártida y ahí sí que se arma la debacle y a rescribir toda la historia humana. Me tomó un tiempo adaptarme a todo aquello, pero hice un gran esfuerzo. Realmente es extraño cuando despiertas tus sentidos dormidos de la manera en que los cubanos nos vemos forzados a hacerlo, es terriblemente traumático, algunos lo logran superar, otros no sé qué realmente pasa con ellos, pero es algo único, pienso que es comparable con una persona que no le fuera permitido oír, oler y ver a la misma vez, y tuviera a alguien que le estuviera indicando que hacer todo el tiempo y a la vez le infundiría miedo a todo. Pero de repente, te escapas y comienzas a tener todos estos sentidos de vuelta y funcionando a la perfección. Pienso que eso es lo que les sucede a los cubanos al llegar al extranjero, bueno, los de mi época claro está.
Caminar por Madrid, sus avenidas, parques, plazas, fue para mí fue un sueño. Ya sentados en un café con Alfonso, me abordó con la pregunta que ningún cubano acabado de salir sabe responder bien:
—¿Qué quieres hacer a partir de ahora? —obviamente la respuesta fue:
—¿Qué crees tú?
En momentos como esos siempre mi definición me ha ayudado un poco y a pesar de mi tan notable estado de confusión y asombro, no podía perder la compostura frente a un asociado de negocios, de hecho, pensándolo bien ahora, yo seguía creyendo que aún tenía posibilidades de éxito de negocios desde España, en el negocio de antigüedades, dada la excelente relación comercial que mantuvimos por buen tiempo, cosa más alejada de la realidad imposible, este es un claro ejemplo de los efectos primerizos del exilio forzado, la negación.
Alfonso era un hombre de mediana edad, culto, y sobre todo, enamorado de una mulata cubana estilo Cecilia Valdés —para los que no conocen de que hablo: Cecilia Valdés es el símbolo de la belleza de la mujer cubana— a quien muy pronto, lleno de ilusiones, sacaría de Cuba para que después terminara en los brazos del trompetista de una orquesta cubana que estaba de gira por España. La mulata regresaría a Cuba con un hijo de Alfonso, su trompetista y los tres Cecilia Valdés, su hijo y el mulato terminarían en la Isla mantenidos por Alonso. Típico desenlace intercultural cubano-ibérico de todos los tiempos. Ese era mi amigo Alfonso, defensor acérrimo de la democracia que yo ni entendía, ni comprendía y, mucho menos, conocía. A él se le ocurrió la maravillosa idea de llevarme a las puertas de un mundo lleno de magia y pasión. Me dijo con su voz suave y su seseo alargado y galopante:
—¿Qué te parece si intentas comenzar tu vida en el sur de España?
Y bueno, es que el sur de España es otro rollo, como dicen por ahí. Yo raudo y veloz le pregunté qué creía, cuál sería el lugar idóneo para mí:
—Sevilla.
Resulta ser que Alfonso tenía una de esas tías abuelas en el barrio de la Macarena, en Sevilla, que se dedicaba a alquilar pisos y me refirió; tomé un vuelo a la tarde siguiente. La despedida con Alfonso fue muy rápida, de esas de nos vemos en unos días y resulta ser que no lo volví a ver jamás, aunque si me cercioré de darle un abrazo fraterno al despedirnos.
Sevilla, qué ciudad, qué de todo, sus callejuelas, esa influencia imponente árabe, sus murallas y plazas, un completo mundo de posibilidades. Llegué al apartamento de doña Carmen, su nombre significa en hebrero viña de Dios, y no sé si yo había llegado a una de sus viñas o no, lo que sí sé es que era hermoso todo, muy acogedor, me trajo recuerdos muy rápidos de mi Cuba, de su arquitectura, me sentía, de cierta forma, en casa. Me sentía en medio de La Habana Vieja, muchos de sus edificios tenían el mismo diseño, como los de la calle Galiano, claro, no tan destruidos, estos estaban bien cuidados. Todo era similar pero distinto a la vez.
Mi habitación no era mayor cosa, una cama, una mesita de noche, un closet de aquellos que rechinan a la hora de abrirlos y una llave para la cerradura de la puerta del cuarto, color azul desgastado, el baño era compartido y yo feliz como una lombriz, todo me sabía a pura emoción. En aquel piso, o apartamento, como quieran llamarlo, vivíamos doña Carmen, Gustavo y yo. Gustavo sería mi guía y buen consejero en el tiempo que viví en Europa y más allá. Era chileno, músico, un virtuoso de la guitarra que se había enganchado de la música flamenca, de su ritmo y de su estilo de vida. Llevaba 15 años por aquellos parajes, dizque tratando de encontrar la musa que lo catapultaría al éxito. Cuando lo vi, ni pensé que era chileno, más bien parecía un gitano, de hecho, hablaba como gitano, su pelo largo, flaco como una vara de tumbar gatos y no sé cuántos collares de oro colgados en su cuello, la camisa abierta hasta la mismísima barriga y un chaleco color corcho de vino que gritaba auxilio a cuatro voces. ¡Ah! y sortijas en cada uno de sus dedos, por supuesto. En pocas palabras, si el hombre se acercaba mucho al tomacorrientes se me electrocutaba. Él era el sex symbol del barrio y las traía locas a todas. Ya saben ese tipo de personaje.
Por alguna razón en ese momento parecía que saldría a flote en mi otra de las virtudes que caracteriza a los cubanos: la actitud. ¡Oh, si! Cubano que se respete bien competitivo que es. Pero con Gustavo pasó algo raro, fue pura química a primera vista, no sé si fue por como hablaba tan andaluz, tan directo, que mis intenciones de destronarlo de la tarima se esfumaron al instante cuando nos presentaron y me dijo:
—¡Ohu! —con h, pero suena Oju— ¡Pero que joyita que me he encontrao! Ala que esto se puso bueno, venga illo ¿y tú, de dónde a salió?, ¿ya has comío algo? ¡Porque traes una cara de hambre que no te la aguanta!
Y yo solo sonreí. Toda aquella presentación de Gustavo lo único que me dio fue una vibra super positiva, y sin más nos fuimos a conocer la ciudad. Gustavo, a quien todos le decían Gus, con su caminado, con su tumbao y su guitarra al hombro, saludando a cuanto cristiano se le cruzaba por el frente, me llevó a un lugar de tapas españolas llamado el Rinconcillo, muy acogedor, pintoresco. Pero lo que me llamó la atención fue las piernas de jamón serrano colgadas sobre la barra, mis ojos se las querían comer todas al mismo tiempo.
Nos sentamos en la barra, obviamente Gustavo se saludó con el cantinero y nos tomó la orden que fue apuntada con tiza en la mismísima barra. Y yo que no creía aquello, tal confianza de los meseros y cantineros, de dónde venía yo, ni pensar hacer algo así, bueno, ya saben, Caribe, pura viveza criolla. Gustavo me miró y me dijo:
—Ya te acostumbrarás, ala, come.
Me devoré todas las tapas que pude, jamones, vinos y bueno, esa noche no fue precisamente mi noche al regresar al apartamento, mi estómago y mi felicidad no se llevaron bien en esa ocasión.
Pasaron unos días entre lo que me trataba de adaptar y sobre todo buscaba trabajo sin papeles, el dinero ya me estaba comenzando a decir que fuera austero, que debía comer emparedados y racionar todo. Una noche de esas Gustavo llegó muy alterado, desencajado, un poco borracho, sangrando. Doña Carmen se alarmó, yo le ayudé como pude y le pregunté qué había pasado. El hombre se había enfrascado en una pelea en un bar por un amor fallido, y no el de una mujer, no, no, no, ni tan siquiera por una canción, era porque quiso bailar flamenco, decía Gustavo. El flamenco, el amor de su vida, y lo sacaron a patadas de allí, no voy a mencionar cual bar, ya ni sé si existe. Lo que me llamó la atención fue el motivo de la trifulca, ¿por bailar flamenco? El caribeño recién llegado no sabía en aquellos momentos el significado de tan rara expresión artística, el flamenco es una forma de vida, una religión.
Entre agua limpia, una toalla y un buen vaso de vino Gustavo se fue reponiendo, doña Carmen tranquilizándose y yo mirando la escena aquella de película. Y fue cuando de lo más profundo de Gustavo salió la siguiente interrogante afirmativa:
—A ver cubano, ¿qué? ¿qué no vive la pasión en tu corazón?
—Más de lo que tú crees.
Mi definición y actitud se unían en aquel momento para dar paso a uno de los capítulos más increíbles de mi vida. Gustavo con aquella soberbia y garbo que lo caracterizaban, se levantó del sofá y me dijo que lo acompañara a la calle que quería ver mi pasión.
Recuerdo perfectamente la primera parada de esa noche, era el tablao los Gallos, por donde está la plaza Doña Elvira y la Santa Cruz. ¡Qué ambiente! ¡Qué música! ¡Qué flamenco! Cualquier descripción que trate de hacer no les llega a los tobillos, fue algo fabuloso y, claro está, yo me dejaba llevar. Gustavo saludaba de costumbre con todos, las emociones se fundían con la música y el flamenco hacia su aparición frente a mis ojos. Qué arte más exuberante, único, las cubanas tienen lo suyo, pero esto era diferente, comenzaba a comprender muchas cosas desde mi infinita ignorancia, el porqué de las semejanzas que nos caracterizan a cubanos e ibéricos, sobre todo aquellas mujeres y sus movimientos, su pasión, su expresión.
Rodamos y rodamos de tablaos flamencos en tablaos casi toda la noche hasta que desembarcamos en un terraplén cerca del puerto de Sevilla. Allí había un grupo de gitanos, pero de los de verdad, o sea, el Cigala y sus acompañantes, para no decir más, era de nivel mundial lo que estaba allí y estaban tanto o más borrachos que nosotros. Nos dieron la bienvenida, nos ofrecieron de tomar y yo me senté junto a la fogata en un taburete maltrecho, pero firme como mis pensamientos. Era como estar en el cuento de las mil y una noche, la música se fusionaba entre la melodía árabe, la rumba flamenca y los bailaores, y el vino iba y venía, la noche era perfecta, las estrellas brillaban y danzaban junto a la media luna que se asomaba en el cielo y me sonreía iluminando todo el lugar. De momento se suscitó un silencio casi sepulcral, un gitano de tamaño mediano bajo se apostó sobre una de las sillas que estaban alrededor de la hoguera, alistó su guitarra como cual soldado alista su fusil y se le unieron dos más, uno con un cajón y el otro con otra guitarra, la melodía comenzó a surgir, las voces al unísono y yo que no aguantaba más de felicidad.
Entre las llamas de aquel fuego endemoniado que hipnotizaba a cualquiera y la oscuridad aparecieron unos ojos negros, un vestido negro, la silueta más perfecta que puedas imaginar y un rostro apasionadamente bello que llevo plasmado en mi mente. Era el embrujo gitano que hacía presencia al ritmo de aquella guitarra, me bailaba una canción de amor, me contaba sus penas y alegrías, sus movimientos firmes y suaves, como una brisa de mar me llevaban a un estado de placer, no pude ni pestañar. Entre el sonido, las voces y aquella guitarra, el embrujo se me acercó, me bailó alrededor del fuego. Gustavo, que se había percatado de mi estado de éxtasis total, ni vago ni perezoso, me habló en voz baja, pero clara:
—Y en entonces, ¿dónde está tu pasión?
Fue uno de esos momentos en los que el cuerpo se convierte en una marioneta y no tienes voluntad propia, como si hilos caídos del cielo guiaran tu cuerpo al compás de las cuerdas flamencas, me levanté y ahí salió a flote mi yo apasionado, el duende que todos llevamos dentro. Aquel embrujo tratando de acabar con lo poco que me quedaba de cordura y yo bailando guaguancó, así es, ¡Puro guaguancó! (baile folclórico afrocubano) ¿Que cómo lo hice? Si me preguntan, jamás podré contestarles, lo único que sé es que ni los Muñequitos de Matanzas, esa famosa agrupación de música folklórica cubana de guaguancó, ni el mejor bailador de guaguancó de Cuba me ganaba. Y es que, si vemos como las culturas se unen, entre la rumba flamenca y un buen guaguancó no hay mucha diferencia.
Gustavo no daba crédito a lo que veía y mucho menos yo. Estando tan lejos de mi patria querida y poniendo en alto la esencia de mi Cuba la bella. Mostrando la versatilidad de mi pueblo hermoso que siempre El Gran Hermano “Hasta la victoria siempre” utilizó para sus mezquinos intereses envueltos en explotación, chantaje y esclavitud. Porque eso es lo que da el comunismo, ¡desgracias sin fin! Pero el espíritu de libertad de mi Cuba la bella no desiste y menos en mi esa noche. El embrujo que, cada vez que se movía, se veía más y más espectacular, con su silueta femenina perfecta, bella e imponente, hizo un último esfuerzo por dominarme, acercó su rostro angelical al mío y con sus ojos bajados del cielo, los clavo en los míos al terminar la melodía, como aquellos cierres de tango, y me mató. Los aplausos fueron un aliciente para tal esfuerzo. Mi actitud estaba en un proceso de perfeccionamiento, de transformación. Empapado de sudor, y aun fascinado, me lavé un poco la cara con agua fresca de un tinajón que se encontraba a pocos metros, la guitarra volvía a arremeter contra mis sentidos, me senté sobre unas velas de barco que estaban en un bote de pesca cerca de aquella fiesta gitana, a lo lejos se veía las primeras luces del amanecer y la luna que, aun sonriente, ya se quería ir. Una botella de vino y dos vasos en la mano bastaron para que aquel embrujo fuera a su desquite se acercó por donde menos imaginé y me preguntó:
—Y tú Payo, ¿de qué cajita de monerías te han sacao?
—De la Isla más bella.
Nunca supe su nombre, no hizo falta, ella tampoco supo el mío, lo que si supimos es que el flamenco y el guaguancó danzaron al ritmo de las olas en un frenesí de total pasión y emoción esa noche. ¡Olé!… ¡Tan…Tan!
A los pocos días, después de buscar y buscar, encontré el sitio de la fiesta de los gitanos, estaba vacío, solo quedaban rastros de algunos troncos quemados y cenizas, el bote ya no estaba y ellos tampoco, eran gitanos, pero aquel sabor a flamenco y guaguancó no se me salía de la garganta, y volví a despertar. Esa misma noche doña Carmen me decía que uno de sus sobrinos tenía un restaurante en Marbella, que necesitaba un ayudante de cocina, que pagaba con techo, comida y propinas. Vaya, semejante propuesta de trabajo dadas mis circunstancias, pues, nos fuimos a la costa del sol porque en Sevilla, entre Gustavo, el embrujo y la falta de trabajo, los ahorros de mis operaciones mercantiles comenzaban a mermar y ya era hora de tomar acción viniera lo que viniera.
Después de 2 horas y un poquito más de viaje por carretera llegue a Marbella, con sus marinas, complejos hoteleros, vida nocturna, lujo y ahora yo, un cubano aferrado a sus sueños de triunfo. Me recibió el sobrino de doña Carmen, don Martín, un chef de estos que nunca terminan de estudiar gastronomía y crear el plato que lo llevaría a ganar las tres estrellas Michelin. El restaurante estaba lleno de fotografías con personalidades locales y paisajes, allí comencé. Para no hacerles muy largo el cuento, estaba cerca del famoso bar La Habana de Hemingway, cerca de una hermosa marina, mencionar el lugar no es relevante, sino lo que sucedió allí.
Los comienzos siempre son difíciles, mis turnos eran interminables, las filas de platos por lavar y dejar pulcros noche tras noche y la cocina lista y nítida para el siguiente día eran la orden del día; mis manos ya no eran mis manos, pero mi fe era inquebrantable. Un día, en mi receso de veinte minutos, me fui a la esquina de uno de los muelles de la marina donde solía sentarme; me gustaba allí, particularmente, por su calidez y vista. Al ver a lo lejos vislumbré a un señor que estaba tratando de soltarse de algo, forcejeaba y forcejeaba con una soga y de repente, al agua, no sé cómo se había enredado con uno de los amarres de una embarcación. Corrí a socorrerlo y, sin pensarlo, me lancé al agua. Entre batallares logré soltarlo de su verdugo y lo puse a salvo de nuevo en el muelle. Ya para el momento algunos transeúntes se había percatado de la situación y estaban en la escena, le pregunté al señor si estaba bien y solo me indicó con la cabeza que sí, yo me paré y me fui. Días después, don Martín, que nunca se acercaba a mi área de trabajo, me dijo con tono muy déspota y su porte señorial:
—Y bueno illo, ¿de cuándo acá tú ere salvavida? Anda que te han dejao esto, a ver qué será.
Y me dejó un sobre en el borde del fregadero con la intención de que aquel sobre se diera un clavado olímpico sobre el agua enjabonada. Era un sobre de esos finos, bonitos, antiguos, en la portada solo decía: “Gracias”. Me quité los guantes y me dispuse a abrirlo, era un cheque de banco y una tarjeta escrita, mi cara de asombro cambió cuando vi el monto del cheque, para hacerles la historia corta, el monto sumaba todas las propinas que había ganado y las que posiblemente ganaría en los próximos dos años, era mucho dinero para mí, al buscar quien me lo había enviado solo leí en la tarjeta: “Muchas gracias por todo. Eres mi invitado especial mañana en la noche a esta dirección…” Yo no entendía nada y lo entendía todo, tamaña sorpresa la mía, ya no solo me estaba acompañando la definición y la actitud, ahora se unía la suerte y todo aquello me estaba formando un camino más iluminado, menos doloroso.
Le pedí permiso a don Martín para que me permitiera faltar al turno del día siguiente o, al menos, me sustituyera por algún compañero de trabajo para poder asistir a dicha cita. Su respuesta no podía ser menor de lo esperado:
—Los platos y la limpieza en mi restaurante tienen una fila de ilegales como tú esperando a que los limpien. Así que ya sabes chaval.
Son esos momentos de decisión, como les comenté, los que van forjando nuestro carácter y destino, así que, me quité el delantal, respiré profundo y le dije:
—Don Martin, mañana paso a recoger lo que me corresponde de propinas.
Cosa que no sucedió nunca, de hecho, por alguna razón, la suerte me sonreía y uno de los cocineros que me ayudó mucho, me dio la alarma que don Martín le había avisado a la policía de mi situación migratoria para no pagarme la propina, en fin, el karma se lo cobraría más adelante, con un divorcio y la mujer casada con un camerunés de seis pies, puro karma y de los buenos de verdad.
Tomé un taxi, el viaje duró como diez minutos, la entrada de la mansión era impresionante, había un portero quien, sin yo decir una palabra, me indicó el camino a seguir. Caminé hasta la puerta principal y al abrirse volví a tener la sensación de que tuve en la mansión de Dupont, en Varadero, la casa tenía un toque mediterráneo, más árabe. Entré y me dijeron que tomara asiento que ya me atendían, yo miraba todo a mi alrededor como cuando un niño se sienta en la sala de espera del consultorio médico, no sé, serían los nervios, el despido o la incertidumbre de qué pasaría al minuto siguiente. De un lateral de aquel espléndido recibidor se abrió una puerta de esas que ruedan de par en par, bellamente decorada con maderas preciosas y filos dorados. Era aquel señor del muelle:
—¡Hola! Qué bueno que has venido, quería agradecerte personalmente por lo que hiciste, no estaría aquí si no hubiera sido por ti —extendió su mano y se presentó— me conocen como el Sr. Souviron.
Yo hice lo propio y, en un impulso de honestidad instantánea, metí mi mano en el bolsillo de mi chaqueta y le extendí el cheque que me había dado:
—Disculpe usted, pero yo no le puedo recibir esto, de donde yo vengo cualquiera lo hubiera hecho.
Él me miró y sonrió, y con estas palabras comprendí que él que hablaba a través de aquel señor tan distinguido en realidad era el destino:
—La vida no tiene precio muchacho, anda ven, cuéntame un poco más de ti.
Fueron horas de tertulia, yo le conté de punta a cabo mi travesía interoceánica, mis anhelos y planes futuristas. Al final de la conversación el Sr. Souviron me dijo que no me preocupara, que todo en la vida tenía solución, menos la muerte. Pasaron los meses y yo me convertí en el ayudante del capitán del velero del Sr. Souviron. Aprendí todo lo referente a la navegación, los fines de semana eran de paseos increíbles, cuando estaba el Sr. Souviron y sus invitados yo intercalaba entre el timonel y otras faenas como mesero de turno. Aquel trabajo me permitió arrendar un estudio muy bien posesionado cerca de la marina de Banús, no me podía quejar. Además, comenzaba a enviar dinero a Cuba, a mi padre, por primera vez en meses todo iba bien, todo brillaba como los veranos de la costa del sol, pero todo tiene un principio y un final, y esto era solo el comienzo.
El abogado que me estaba tramitando mi estatus migratorio llegó un día con una noticia que me cambiaría el rumbo de la vida una vez más. Me citó a su despacho y me mostró una carta de esas tan temibles, era una carta de deportación a mi nombre. Son esos momentos en donde se te unen el cielo y la tierra, y lo único que atinas a decir es: “¿Y a hora qué coño voy a hacer?” La suerte y el destino se unían a mi favor, hay abogados habilidosos, otros ambiciosos y otros del diablo, el mío era los tres, metió una petición en la ONU para los refugiados políticos, a ver qué país podía recibirme entre los 193 que la conformaban para la época, y así evitar la tan temida deportación a Cuba con mis antecedentes mercantiles de amplia trayectoria empresarial contra El Gran Hermano “Hasta la victoria siempre”.
Muchos países automáticamente me negaron la solicitud, con excepción de muy pocos, los que sí lo hicieron, a decir verdad, no había mucho de dónde escoger, que si Angola, que si Sudan, que si Costa de Marfil y la Conchinchina democrática, ¿comprenden? Además, me dieron una visa transitoria a Chile para poder resolver mi situación migratoria desde allá. Chile me recibía con los brazos abiertos, sí, sí, sí. Cosa rara, cosa extraña, pero era la segunda vez que tenía un buen presagio respecto a ese gran país. Recuerdan a Gustavo, al Gus chileno con la guitarra, los gitanos, el sociable de Sevilla, bueno, en mi más de un año y cuatro meses en tierras españolas, mantuve una comunicación irregular con este gran amigo, quien me aconsejó y ayudó infinitamente, cosa que estoy eternamente agradecido. En la última conversación que sostuvimos hablamos de todo, para entonces me había regresado a Sevilla a tramitar toda la documentación correspondiente a mi nuevo destino incierto y tengo la leve sospecha, aun, que él influyó en algo respecto a mi toque de suerte migratorio. Y volvía la incertidumbre, el temor, el qué voy a hacer ahora. Podía haberme quedado de ilegal en España o haberme casado y resolver de una vez y por todas tan delicada situación, pero por mi cabeza no pasaban esas opciones, además, una nueva tendencia en mi carácter se estaba dando a notar, estaba empecinado en triunfar, por mí solo; algunos lo llaman: persistencia o, quizá, terquedad.
El día de mi partida en el aeropuerto me acompañaron doña Carmen y Gustavo. Nos abrazamos como una familia, nos prometimos que nos veríamos al año siguiente en Chile y todo lo que uno se promete al partir a lo desconocido con la fe de que se hará realidad. Gustavo, antes de que yo cruzara la puerta de embarque me dijo algo que años más tarde podría descifrar:
—¡He, muchacho! vuela donde quieras, ¡pero no te poses jamás en la tierra de los sombrerones! Y el avión partió.
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